El curioso caso de los Eduardos

Conocí a un hombre en las redes. Un hombre que tiene mi nombre: Eduardo. Un hombre que tiene casi mi apellido. Yo sería la versión francesa: Vardé. Él, la sueca: Vardheren. Ni yo soy francés, ni él sueco. A ese hombre le gustan los libros, como a mí. A ese hombre le gustan los poemas, como a mí. Ese hombre es un hombre que no soy haciendo lo que amo ser: lector y, a veces, escritor. Eduardo Vardé. Eduardo Vardheren. Sin embargo, ese hombre disfruta de cosas que este yo no. A Vardheren le gusta hacer fanzines. Le gusta, además, la horrible compañía de un stand de feria. Le gusta socializar. A mí no. A mí, Vardé, dejame solo. Yo perdí amigos por la poesía. Yo destrocé amores en honor al poema. Yo me he peleado por un verso como dos borrachos se trompean por un beso. Yo discuto por una cacofonía, por una palabra, por una frase que acabo dejando como me da la gana. Yo perdí familia por la poesía. Yo me perdí por la poesía. La poesía me lo quitó todo. Pero también me lo ha dado y a nadie le importa. Entonces, veo que este hombre que tiene mi nombre que no soy yo disfruta de lo que yo y disfruta de lo que yo no. Me dan ganas de ir hasta México sólo para abrazarlo y decirle: “Vardheren, sueco querido, quiero para vos lo que no logré para mí”. Después, comprarle un fanzine y un libro, pedirle que los firme mientras comemos unos tacos; y leerlos, tranquilo, despacio, dentro de la soledad del regreso. Sí, solo, para que no me escuche criticarlo como si fuera yo.




Modo nocturno

MODO NOCTURNO 

Escribir, decidirse a escribir un poema, un poema a lo largo de días, cualidad, pacto, ha de parecerse a la antigua posibilidad curativa -curativa a fuerza de narrativa- de los almanaques de nuestra infancia, leerlos en voz alta podía salvarnos del más temible de los males, la descreencia.
Arnaldo Calveyra

Todo es oscuridad.
En la habitación. 
Una cortina plástica, gruesa, con un nombre inglés que no sé pronunciar divide en dos los espacios. 
Afuera. 
Adentro. 
Afuera de la casa.
Adentro de la casa.
Afuera están los gatos. 
Adentro, el perro. 
Afuera, el aguaribay y el jacarandá. 
Adentro, los platos que ninguno quiso lavar. 
Siento ganas de un grito. De largar una A vestida de aire.
Lo pienso.
Abro la boca y arrugo la cara.
Aprieto las cuerdas vocales para no molestar.
Acabo en un bostezo.
La cama está a oscuras. 
El foco del patio se quemó anteanoche.
Olvidé reemplazarlo. 
Todo, todo es oscuridad.
Los pliegues de las sábanas no producen sombra.
Algo de penumbra había dado el 24 del aire.
Se apagó. 
El perro giró sobre sí mismo y aprovechó el espacio que no ocupo con mis piernas. 
Ahora tiene las cuatro patas hacia el techo. 
No lo veo, pero se siente. 
Respira tranquilo. Como mi pareja hace a mi lado. 
Siento el aire que exhala volver hacia la cama después de chocar contra el placard. 
Escucho la voz nocturna de la vida. 
No puedo dormir.
Estiro la mano hasta la mesa de luz. Tanteo los papeles, el libro. No sé qué dicen. Ya no recuerdo.
Siento deseos de encender el celular. Revisar si alguien me recuerda. O al menos si alguien me escribió para pedirme un favor.
No lo encuentro.
Algo tiro. 
La cama se mueve con el movimiento de mi pareja. 
El perro sigue en su sueño.
Los gatos deben estar en otro patio. 
El silencio no existe, me digo en silencio.
Apoyo la punta de los dedos en la manija de la mesita. 
No tiro, empujo. 
Logro abrirla sin demasiado ruido.
La dejo así con la esperanza de mañana recordarlo. Sino mi pierna la saludará en mi honor. 
Me duele el golpe que no sé si me voy a dar.
Meto la mano. No hay monstruos que muerdan.
Hago movimientos lentos, breves, secuenciados para no despertar a mi pareja. 
Para que el perro no ladre.
Toco las cosas: el alambre era de un juego; el cable, del celular de un amigo muerto; el plástico, de una tarjeta que había evitado activar. Recordé que las deudas descontroladas ahogan.
Hoy no le debo a nadie.
Nada.
A nadie.
Llevo la mano al fondo.
Lo encuentro. 
Lo saco.
Lo enciendo.
Los led se activan. 
La tinta electrónica apenas reduce el brillo.
Siento que todos se van a despertar.
Que el perro va a saltar y va a correr hasta mí.
Que mi pareja va a saltar y me va a preguntar qué pasa.
Que la cortina de plástico se va a derretir encima de nosotros.
Que los gatos van a correr y van a tirar las macetas del aguaribay y del jacarandá.
Que el viento va a desordenar las chapas del vecino.
Que nuestra ventana va a comenzar a temblar. 
Nada pasa.
Nada.
Froto la parte superior del lector.
Toco el ícono Modo Nocturno.
La tinta digital ocupa toda la pantalla, salvo donde el vacío se vuelve letras.
Acomodo la espalda contra el respaldo.
Pienso que esas palabras se parecen.
No me dejo divagar.
Miro los huequitos de la tinta.
Dice: “La noche tiene un rincón destinado para los que temen a la noche”.
Se parece a algo. 
No me acuerdo a qué.
La penumbra se estira encima de mí.
Estoy quieto.
No hago más ruido que respirar.
Al menos, no estoy roncando; pienso y sonrío.
Nadie se puede quejar de que me mantengo vivo.
Aunque en este mundo cualquier cosa es posible.
Toco la pantalla para que avance la página. 
La uña golpea el acrílico. 
Suena.
No es una música.
Sino un golpe… ¿Pequeño, breve, sutil?
Cambio de dedo.
No tiene ritmo para ser una música.
Elijo uno casi sin uña.
Me da miedo que el borde comido raspe la pantalla.
¿Debería haberle comprado un protector?
Al menos no suena.
Me froto la cara con esa uña para sentir cuánto puede raspar.
Parece una boca de viejo a la que le faltan algunos dientes.
En la otra mano, el Kindle.
¡Qué buena inversión hice!
Cara, pero buena.
Ya la compensé.
¡Pirata!
Toco la flecha que cierra el libro.
Me muestra la biblioteca.
Todos los libros por la mitad. O menos.
No se ven, pero en el final están los que leí.
Debería haberlos borrado.
Para hacer espacio. 
Me cuesta hacerlo.
Me apena.
Son mis libros.
No sólo mis libros, son mis libros leídos.
Suspiro involuntario.
Siento que el perro se mueve.
Siento que después mi pareja se mueve.
Debería volver a estudiar gramática.
Para entenderme.
Pienso con las palabras desordenadas.
Elijo el libro de un amigo.
Leo un poco sin demasiado entusiasmo.
Llego a una parte donde un personaje quiere cruzar y otro se lo impide.
Dicen:  
-Dejame pasar.
-No pasa nada.
-¿Me estás diciendo nada?
-Vos no sos nada, sos todo.
Y se ríen.
Si escribiera algo así me dirían inverosímil.
Qué tiene esta noche que no me deja dormir.
Cambio el libro.
Tengo la sensación de que paso historias de Instagram.
Pero son libros.
Narraciones.
Me doy cuenta de que, en digital, no tengo libros de poesía.
En digital.
Por qué.
No sé.
Abro un libro de ensayo.
Qué buena palabra para nombrar a un género.
Un chino que estudió en Alemania dice que Freud y Heidegger dijeron cosas que no escribieron.
Bueno, todos decimos cosas que no escribimos. 
Y escribimos cosas que ni pensamos.
Me dan ganas de escribir. 
El celular haría demasiada luz.
Tengo miedo de despertarlos.
Trato de retener la idea: un cuento.
Que no sea tan largo como para cansar.
Que no sea tan corto como para sólo inferir.
Que narre.
Justo de eso escribió Han: Ya no hay narración.
El cuento comenzaría en alguien que lee en modo nocturno.
Luego dejaría el libro y tomaría el celular.
(El móvil, para la gente de otros lugares, pienso.
Siempre quise escribir eso.)
El protagonista no podría hacer ruido porque alguien duerme a su lado.
Le da miedo que se despierte.
Lo que en verdad le da miedo es discutir porque en su insomnio hizo algo más que mirar el techo.
No va a escribir sobre las formas de la humedad.
Le da miedo el miedo.
Va a agarrar el celular y va a escribir un cuento sobre las historias de Instagram.
Cada una sería una microficción.
Un relato enmarcado.
Un juego de contrastes.
Luces.
Penumbra.
Oscuridad.
Con una idea general tras un dato omitido. 
Vargas Llosa tenía un texto sobre eso.
No va a saber del todo qué pasa.
Piglia escribió sobre el narrador débil.
Sería buen cuento, supongo.
Cuando pienso, recuerdo.
El chino Han debería estar orgulloso de mí: aún en crisis puedo narrar.
Han, Piglia, Vargas Llosa. 
Me llevan hacia el pasado.
Ahora es un pasado presente.
No una evocación.
Abro el recuerdo de mi primer maestro: Tenés que leer Murakami.
Siento acá su voz. Única.
Me toco y un ruido se me escapa.
Ese libro lo descargué pero me asusta leerlo.
Enfrentarse a un maestro es un parricidio.
Es necesario.
Abrí el recuerdo.
Abro también el libro. 6%
Las páginas no se miden en páginas. 
Conozco gente que cambiaría el tamaño de la letra para publicar que leyó más de lo que en verdad hizo.
En la novela, el personaje espera a una mujer.
Es un bar.
La mujer debería reconocerlo por su corbata a lunares.
No la encontró. A la corbata.
La mujer lo encontró. A él.
No retengo su nombre. Es japonés. El de ella sí: Malta. 
Los nombres latinos se me pegan por la sangre.
Otro se me pegan por el vicio de la repetición.
Releo la página porque algo me suena raro. 
Raro no, precoz.
Me pregunto qué habrá querido que viera Alberto cuando me recomendó esta porquería.
Repite “mujer” tres veces en un párrafo. Me hago el boludo y argumento que lo hace porque la mira deseoso. 
Eso no sucede.
En el corazón de la noche me encuentro leyendo una novela que no me gusta.
¿Es un fetiche pedir el Nobel para este tipo?
No sé hasta dónde los premios importan.
No sé.
O sé menos que Sócrates.
Pienso con la misma cacofonía del párrafo: bebí, pedí, oí.
¿En serio?
Me acuerdo de algo que me dijeron que había dicho Borges. 
Pero no me acuerdo literalmente.
Era algo de que la novela era una cosa…
Borges no diría “cosa”.
El hecho es que el lenguaje de la novela permitía hacer estos gestos.
Pero el cuento no.
Las novelas que más me gustan son las que trabajan el lenguaje como un cuento.
¿Por qué estas frases se me ocurren cuando nadie me oye?
Salgo de Murakami por honor a Borges.
Dos fracasados, susurro y sonrío.
Me siento más afuera de casa que los gatos.
Perdido como el gato de la novela.
Cierro el Kindle.
Me echo entre el perro y mi pareja.
Me tapo lento.
Me da miedo haber hecho algo de ruido.
Fracasados, ja.
Todo es oscuridad.

30/01/2023



El equilibrio del mundo

Vos soltando, sorprendida, el poco aire que te quedaba antes de verme llegar; vos abriendo tu vista, toda, ancha, vacía; yo escondiéndome detrás de una columna, vos soltando una caricia sobre su cara que se estaba estremeciendo, enderezando tu cuello que se había acurrucado sobre su mano, soltando tus labios contra otro de sus besos, cerrando tus ojos para sentirte besándolo, cerrando también ese abrazo que no esquivaste, soltando el aliento que habías inspirado de su aire, soltando los labios que habías apretado contra su beso, abrazándose como si no fuera una rutina, rompiendo algo más que la distancia, recorriendo su brazo con una caricia, abriendo tus brazos, abriendo sus brazos, quedándote parada, dando su paso, apoyando sus dedos sobre tus dedos que eran, de forma cierta, suyos; sus dedos rozando los bordes filosos de tus huellas digitales, tus dedos estirándose, confirmándome quién sos, sus dedos estirándose confirmándome quién es, el brillo de los anillos doblando la tarde, el tren cerrando todas las puertas, un malón de desconocidos arremetiendo contra el tren, el tren abriendo las puertas, otro guarda haciendo vista gorda a los que saltaban los molinetes, un tipo trabando una puerta, el policía de espaldas a nosotros, vigilando la nada misma; el tren cerrando las puertas, las chicharras adentro sonando y apagándose, un guarda poniendo llave de las puertas, la voz a través de los parlantes anunciando la próxima estación, tu paso lento llegando, su paso quieto esperándote, mis pasos destruyendo el equilibrio del mundo; el piso del andén temblando, las piernas temblándome, tus piernas andando, gente saliendo por la boca sur del andén, gente entrando por la boca norte del andén, el tren frenando en la estación, vos mirando el asiento, yo corriéndome desde el fuelle hasta la puerta del otro vagón, vos levantándote del asiento, vos borrando mi mensaje, yo respondiéndote el mensaje, vos usando tu celular, yo mirándote desde lejos, vos sentándote contra la ventana, yo caminando detrás de vos, vos caminando por el pasillo sin saber dónde estaba yo, yo subiendo al tren por una puerta donde no me buscaste, vos subiendo al tren sin mirarme, yo amándote antes de que me dejaras, vos besándome antes de irte, el molinete abriéndose sin pagar el ticket, besándonos en una despedida que vendría después, las manos apretándose, húmedas, con aroma a jabón, los pasos sincronizando el movimiento, subiendo la escalera de la estación, las personas ignorando nuestro amor, las calles abriéndose ante nuestras risas, los dientes saliendo a la luz del placer, los árboles brotando en un veinte de agosto, las baldosas fijándose bajo el sonido de nuestros pasos, la sombra uniéndose en un beso en otra esquina, la velocidad de la reja cerrándose con llave, la rapidez de tu mano cerrando la puerta, el perro haciendo silencio, cruzando el patio, la escalera sonando a cuatro pies, la velocidad de las manos vistiéndonos, la foto de tu marido mirándonos en silencio, la ropa encastrando en nuestros cuerpos, el toallón compartiendo nuestra piel, nuestra piel mojándose bajo la ducha, tus manos atendiendo, tu celular sonando de nuevo, nuestra piel mojándose en nuestras bocas, nuestra piel mojándose en nuestras manos, nuestra piel mojándose en su cama, tu cama; nuestra piel mojándose por el movimiento, nuestra piel mojándose por la lengua, tu celular sonando, nuestra piel mojándose bajo la remera, nuestra piel mojándose bajo el pantalón, nuestra piel mojándose al pie de la escalera, nuestra piel mojándose cuando cerraste la puerta, tu celular sonando, nuestra piel mojándose cuando nos miramos, nuestra piel mojándose cuando abriste la puerta, vos corriéndome el equilibrio del mundo, yo tocando el timbre, yo respondiéndote el mensaje, vos enviándome un "te espero"; todo junto, al mismo momento, como si el tiempo se hubiera -o hubiese- detenido; me hiciste saber que yo fui el amante, el cornudo, el culpable de esperarte en vez de ser una víctima de la espera.

Más eterno que la memoria

La noche no arropa los sueños de quien no tiene deseos de soñar. No se puede hacer nada con el corazón de quien no desea. Es una máquina el humano que vive sin vivir. Por eso, Wallace sabía que la única apuesta segura, aunque ácida, era que de la vida nadie saldrá vivo. Entre la fecundación y la podredumbre, apenas lo vivido, que no es lo mismo que la memoria de las olas, de los momentos, si esos momentos para él no valían nada, aunque Helen lo mirara, aún enamorada, desde el otro lado de la mesa o de la tumba. Tal vez alguna palabra nos explique por qué la muerte o la poesía nos despojan de las cosas que no son importantes. Pero no hay ninguna, nada, en la carta que dejó Wallace, que nos afirmara que había patentado la vida, que había ganado su apuesta. La última vez que soñó, tampoco supo decirle la verdad a su esposa: se quería ir. Helen, había dado el sí con el corazón, aunque el tiempo había vestido el recuerdo de esa mañana en un trámite, como se firman las patentes de los experimentos consumados; un trámite, más que un experimento. El amor puede ser la mezcla de dos componentes químicos sobre los que nadie puede afirmar la proporción. Helen y Wallace trabajaron juntos desde antes y llegaron juntos hasta el final y un rato más. Una mañana, ella aceptó acompañarlo al laboratorio para conocer los proyectos que él había imaginado en un sueño, pero que no conseguía manifestarlos. Esa noche, cuando aún no había sí, ni en un beso, ni en una cama, soñaron juntos aunque a la distancia. Ante la madrugada, antes de entrar en la fábrica, Helen lo interceptó frente al portón y comenzó a contarle lo soñado. Wallace la oía con atención bajo el cartel donde el hierro dibujaba un DuPont. Sólo la interrumpió para decirle que él también había visto una remera a la que el cuello se le había abierto, roto o descosido. Ella confirmó el tamaño del tajo haciendo una medida con los dedos. Wallace le tomó la mano y repitió "yes" tres veces. Luego agregó que había presenciado que un muchacho le entregaba la remera a otro. Él dijo que era de un color azul, pero no oscuro, sino como el de la bandera "France". Y ella agregó con otro color. Wallace asintió, mientras los ojos se empañaron como se le había empañado al muchacho que en el sueño aceptaba la remera y se la ponía. Helen sonrió mientras se marcaba una franja a la mitad. Wallace sacudió la cabeza siete veces. Ambos dijeron "Yellow" pasando la mano por el pecho. "Yes", "Yes". Helen continuó su relato, describió cada espacio de la habitación y el almanaque que estaba en castellano y decía 1999. Wallace quería explicarle que había visto una palabra sobre la franja amarilla. Helen también. Ninguno supo cómo ponerlo en palabras. Se acercaron a la garita de seguridad y le dijeron "hello" al guardia. Este le respondió con aire tosco. Para ablandarlo, ella sonrió y preguntó su nombre. "Henry", respondió y no dijo más. Wallace pidió si le prestaba una hoja. El guardia arrancó una del final de un cuaderno, donde tenía escrito "Edward 10". Wallace apoyó la hoja en la espalda de Helen y escribió lo que había visto. Cuando ella vio que decía "Quilmes", supo que algo extraño estaba sucediendo. No podía comprender cómo había visto lo mismo en un mismo sueño, soñado en dos sitios y por dos personas diferentes. Y además, el hecho de que el guarda y el nombre escrito en la última hoja de ese cuaderno fueran los mismos que los de los sujetos que habían soñado, pero traducidos al inglés. El 10 estaba estampado en la parte de atrás de la remera, blanco y tan grande que se podría ver desde una tribuna. Wallace se tocó el cuello y la camisa en la zona que había visto el tajo en la remera del suelo. Sintió que tocaba un hilo de plástico, el hilo por el que estuvo trabajando durante años sin poder conseguirlo. Helen le tomó la mano. Wallace había hecho un hilo de sudor que se le estiraba desde el cuello. Helen le dijo algo, al oído, para que Henry no oyera. Ahora tenían las manos apretadas como las bocas juntas. Se despegaron y entraron a la fábrica. Una semana después, la patente del Nylon estaba lista. Luego vendrían las medias, las remeras, la muerte de la hermana de Wallace y el nacimiento de Jane. Vendría antes la boda, el malestar, la habitación del hotel donde, ya sin deseos de soñar nada más, el cianuro tuvo sabor a limón cuando Wallace buscaba un punto final que nunca será puesto del todo. En 1999, un muchacho que no sabía de la existencia de Wallace, le regaló a su mejor amigo una camiseta de su club: "nunca tuve una camiseta de Boca", le dijo Eduardo a Enrique. Luego, la vida puso las cosas en otras bolsas. Eduardo se mudó y Enrique dejó de verlo. La camiseta, rota del todo, fue a parar a una bolsa. Esa bolsa, a la basura. Esa basura, a un camión que descargó su interior en un barco. Ese barco fue al norte, donde una gaviota rompió la bolsa y levantó de la cubierta un trapo azul y amarillo que ahora está flotando, más eterno que la memoria, frente a la costa de Wilmintong donde alguna vez Helen Swettman, junto a Jane, arrojaron las cenizas de su marido, de su padre, Wallace Hume Carothers.

Los platos rotos

En el trabajo hay un impostor. No es una hipótesis, es pura verdad, la verdad. Uno de los míos es un impostor y voy a descubrir quién. Todavía no logro reconocer cuál de todos es el falso, quién fue el que me entregó. Pero lo descubriré y habrá consecuencias. Tomaré la justa venganza, lo romperé todo. No sé si buscaré que lo echen o tomaré otras cartas en el asunto. Pero juro, por la luz de la notebook que me alumbra, que no dejaré que pase la que me hizo sin darle su merecido. Quiero partirle la cara. Primero tengo que descubrir a cuál. Manga de hipócritas que me miraban de frente y sonreían cuando sonreía. Es irreal tanta falsedad en esas voces impostadas, impostoras. Son de lo peor. Ayer, recibí la sanción. Ahora, no solo nos va a faltar para comer, sino que dudo de poder pagar el alquiler, mantener esta casa. Una decepción. Y si de algo no se vuelve es de la traición. Apenas vi el correo, sentí la boca crujiente, seca y ni un vaso de agua tenía sobre la mesa. Era algo inverosímil que alguno de los míos me delatara por algo que hacíamos todos juntos. Pero así fue. Uno abrió el hocico y fui yo quien cayó en la volteada. Yo solo. A ellos, nada. Ni un mail, ni un correctivo, ni un apercibimiento. Todo lo malo para mí, sólo para mí. Mientras leía las cuatro líneas del correo el aire se me tapó en la garganta. Nadie, de todas las voces que siempre oía, dijo nada, nadie, ni yo. Los ojos empaparon el mail, los contornos de la notebook se volvieron difusos, las manos vibraban como el celular cuando sonó. No atendí. No quería oír a nadie más. Ya sabía qué me iba a decir mi jefe. Levanto la vista pero la madrugada aún late en el ambiente. ¿Cuántas horas habré estado llorando frente a la pantalla, sin levantarme? Ninguno de los míos vino a decirme nada. Ninguno manifestó empatía, ni enojo, ni frustración; tampoco victoria. Entre todos nosotros, había un impostor. Nadie lo sabe. Me dejaron solo. Si nadie dijo nada, son todos cómplices. Estoy enojado con los míos. Ya ni sé si debo seguir llamándolos así. Ya no son míos los que me traicionan. Dios, si podés oírme, decime cuál de todos fue así lo rompo todo y lo mando con vos. Recuerdo que uno de había dicho: "te acompaño, pero no deberías hacerlo". Seguro fue ese el que me buchoneó. O puede haber sido la que susurraba: "pará, Marcelo, no podés estar todo el día con eso". Sin embargo, cuando lo hacíamos, no había nadie que dijera nada, que se opusiera. Todos consentían. Todos disfrutaban. Y ahora me toca a mí pagar los platos rotos, hacerme cargo, como líder que era, de lo que nos afectaba a todos. No es justo. Justa va a ser la venganza. Había una voz que nos alentaba a hacerlo, era la primera en querer, en pedirlo. Yo, sin mirarla a la cara, bajaba la cabeza como quien dice sí, y dejaba que todo pasara frente a nuestros ojos. Nunca lo hablé fuera del trabajo porque hay cosas que deben quedar en lo privado. Lo que pasa frente a la notebook, queda frente a la notebook. Pero estoy seguro de que alguno de estos fue, me cagó y no quiere dar la cara. No tengo fuerzas ni para levantarme de la silla, cruzar hasta la hornalla y hacerme el té. La llave en la puerta parecía moverse. Sólo quiero saber quién fue el que me delató. Junto la bronca y me levanto. La silla de la cocina raspa el suelo. Bajo la tapa de la notebook, porque, aunque sea la hora de conectarme, no tengo acceso a la cuenta del trabajo. Maldita suspensión. Maldito impostor el que ahora, en el baño, me mira a la cara y se sorprende de verme. Me muevo a la derecha. Se mueve a su izquierda. Me vuelvo al centro. Me copia el movimiento. Es él. Lo encontré o se me entregó. Tiene el mismo odio que yo en los ojos. Se me ríe en la cara cuando descubro que me río porque sé que es él. Con un solo cabezazo hago justicia. Le rompo la cabeza en mil pedacitos que caen al suelo junto a mí. Mil pedacitos desde donde escucho que vuelve a hablarme los míos, mientras sigo solo.

La piel del agua


Todo el mundo habla de las gotas, de la onda expansiva de las gotas. Cómo caen del rocío. Cómo vuelven del cielo. Pero una gota no sólo nace, condensa y vuela alrededor de otras gotas. Una gota, mi gota, es la voz de mi mamá cuando me senté al filo del agua para sostener mi lluvia hasta que la lluvia se hizo afuera y, a la vez, se hizo en mí, de dentro, hacia afuera. La pileta había perdido la firmeza de su celeste, el cielo, encima, también. Temblaban los colores. Como si la fuerza de la luz se hubiera ido a dormir una siesta lejos de donde comenzaba a llover, donde comenzaba a llorar. Allí, sentada al borde del agua, con los pies dentro, dejé caer mi propia gota. A lo lejos asomaba un cono de sol. Llovía con sol. Y de mí se iba una gota. La miré alejarse. No se suicidaba, no se quería morir. Ahí iba la gota. No estaba en un barco partiendo de sí misma. Era solo una gota que golpeó contra el vaivén del agua mientras llovía y el sol se acercaba. Y allí, como era esperable, nació la onda. Y, detrás, como las consecuencias, otra onda que prosiguió a la onda. En cada línea, una voz, un dolor en mi abrazo. La onda se iba separando del centro como se estaba separando de mí. Así debe sentirse dejar ir a alguien que es parte de una. Y detrás de esa onda, otra onda la perseguía. ¿Alguna vez las ondas que abandonan el centro alcanzan a las otras ondas? La sombra de la casa comenzó a vestir la pileta de penumbra. Yo ya estaba allí. Al borde de la penumbra como al borde del agua. El sol venía lento, metiendo el hocico por entre dos nubes. Nadie me decía nada, no hacía falta. Cada segundo sin voz era un segundo de ecos. Esos "ya vas a ver", "vos no tenés idea de lo que estás haciendo", "yo que vos tendría cuidado con lo que deseás", me pegaban entre los dientes. Cualquiera del otro lado de la pared podría haber dicho aquellas palabras. Madre, Padre, Hermana, Suegra, Esposo… Así, con mayúsculas. Esposo… ¿o Ex? ¿También con mayúsculas? No recuerdo cuándo fue que dejé de llamarlos por su nombre para que se volvieran solo una función. Función parental. Voces en la memoria. Voces de la memoria. Un dolor acá. Los pies tomaban la temperatura del agua. Quietos, no deformaban las ondas. ¿Qué puede pasar si dejo este centro y me voy como una onda detrás de lo que deseo? A través de la ventana llegaban rumores de una charla que… ¿me tenía en el centro? ¿Acaso soy yo quien es el punto que los une? ¿Qué pasaría con ellos si me fuese? Y otra gota partió de mí mientras yo estaba en partida, rota. La penumbra de la casa no alcanzó a cubrir el agua cuando el sol abrió sus fauces y me dejó ver el fondo de la pileta. Las gotas de la lluvia atravesaban la piel del agua y se iban a lo profundo, como mi memoria en los recuerdos construidos. Sin punto de medio, la lluvia se rindió. El sol vestía un brillo celeste al fondo de la pileta. El agua, transparente como la palabra, comenzó a clavarse hasta quedar dura, quieta. Mi voz se rindió también y dejó caer una palabra. Una. Mientras me erguía, otras ondas nacieron desde mis pies, los que luego dejarían huellas al entrar en la casa. Me froté las manos contra la cara y mi última gota cayó sobre el agua, dentro del agua, hasta abajo en el agua. Entré a casa sin cerrar la puerta. Mi gota no dejó solo una onda sino que se hundió en lo hondo para luego ser un poco de algo en un montón de agua.

Lo que el rayo le hace a la noche

Todas las esquinas del mundo se parecen como todas las noches. Se parecen, sí. Aunque ninguna esquina es igual a otra. Aunque ninguna noche es igual a otra. Todas las esquinas son personales para quienes nunca terminaron de cruzar por ellas, todas las noches, también. Para quienes vivieron algo trascendental en ellas, las esquinas no se doblan, las noches no amanecen. Todas las esquinas, al fin de cuentas, son otra, la que ya vivimos, la que ya no se ve. Hay esquinas de ochavas completas, de ochavas cortadas. Hay luces que golpean sus muros y, por entre la oscuridad, dibujan monstruos. Hay focos que se han quemado y el único monstruo que vuelve es tu nombre. Tu nombre que nadie dice, invisible desde hace años. Tu nombre impalpable como el recuerdo de tu nombre. Como un camino que nos lleva de vuelta a esa esquina, a esa noche. Y hay otras esquinas para otros; esquinas que son una imagen en la memoria de quien ya no seremos nunca más. Esquinas con las manos llenas de otras manos. Esquinas de luna nueva, con la sombra jugando a las escondidas. Y hay nunca más que se dicen en esquinas que intentamos olvidar rápido, con la velocidad de una frase que no se continúa, se corta. Hay esquinas donde vieron nuestras manos unidas. Y parecían tan lindas. Hay esquinas donde, abuelo, me abrazabas sin despedida. Y el abrazo parecía tan hermoso. Esa esquina, una esquina entre todas que no se parece a ninguna. En sus paredes no toca la luz. No hay luces no limpien la memoria. Todo aún hoy allí es oscuridad, no penumbra. Esa esquina era tu casa, abuelo. Esa esquina era la pared. Detrás de la pared, la historia. Detrás de la historia, el secreto. Nunca lo había contado, pero hoy pasé por la esquina, el paredón parecía que seguía siendo levantado por el albañil, cuando en verdad ya estaba arriba y viejo. Sin embargo, la pared se me vino encima en la mirada. La pared me hizo un nudo en los ojos que veían lo que no estaba. Esa pared había sido en mi voz la voz, silencio. Los ladrillos de esa pared eran como cada día desde que me fui, cada ladrillo un día, cada día un poco más duro. Pero todo lo que se levanta, cae. Y ahora la pared estaba cayendo desde mi boca. Ya no puedo andar sin decirlo. Todos los caminos vuelven a esa esquina. Y ya no quiero volver. Necesito volver a irme. Volver e irme. Decir que aquella tarde levantaba la pared el albañil que contrataste; que aquella tarde jugaba en el patio mientras vos cocinabas un guiso de arroz en la olla; que de aquella tarde de la que se me borra casi todo, menos lo que pasó. Estabas adentro. Yo afuera. El albañil media cuánto debería subir la línea para apoyar otro ladrillo. Y lo subía. Yo iba y venía de adentro para afuera. Vos revolvías la olla, el cucharón de metal raspaba el fondo. Tenías las manos sucias de ayudar al albañil. Yo corría entre una nube de cemento. Hacía castillos de arena que no pude ver. El albañil levantaba esta pared sin saber que estaba levantando en mí el dolor. La cortina de paja no se movía. La voz del viento no movió mi nombre. La pared se levantó enfrente del sol y nunca supe si fue el sol que se fue o la pared que se lo llevó. Se llevó de mí una flor de papel sobre la que me deshojé. El albañil terminó la pared. Vos serviste la comida. Nos sentamos a comer sin lavarnos. El sol se fue. La luz, de repente, también. Un destello desde lejos retumbó en el suelo y todo fue oscuridad, luego tinieblas. Las teclas no encendían nada. La heladera se detuvo como se detendría el tiempo. Quedé ahí, en esa esquina, siempre. Hoy es siempre, todavía. Dijiste, abuelo, que ahí venías y saliste. El albañil dijo que se tenía que ir y salió. Sus pasos se fueron hasta la puerta. No volvían. Salí a buscarlos, tanteando las paredes. El viento ahora pegaba en las persianas. La cortina de paja me pegó en la cara. Comencé a frotarme los ojos hasta que lloré. Me ardía la vista, mientras se me hacía un arroyo salado que terminaba en mi boca. Me tocaste, abuelo. Aún siento tus manos cuando abrí el portón y las apoyaste, sucias, en mi cara. Me tocaste las lágrimas y me diste besos en cada una. No dejaba de llorar. No dejo. Me abrazaste fuerte y la noche se hizo más oscura. No sé si estaba entre tus brazos o estaba contra tu pecho. La pared soltaba su olor a cemento y nosotros también lo teníamos. Me tiraste contra la pared y apretaste mis manos. Se me hizo una pared en la boca. No hice ruido. No dije nada. Hiciste conmigo lo que el rayo hace a la noche. Apenas las cosas recuperaron su contorno, escapé. Me escondí en las esquinas donde nadie sabe nuestros nombres. Ahora lo entiendo, abuelo, porque sólo en esta esquina veo mis manos, al fin abiertas, sueltas, vacías.

Eduardo Vardé 

Mi experiencia en el Mundial... de Cuentos

Con enorme placer, anuncio que soy uno de los cuatro ganadores del Mundial de Cuentos.

 


Me enteré del Mundial de Cuentos por las manos de Juan José Panno, quien, en un grupo de Whatsapp, compartió la novedad. En un principio no deseaba sumarme, pero ante algunas preguntas que le hicieron, salté a "bancarle los trapos". Me inscribí principalmente por hacerle el aguante a Panno, aunque de esto él ni se enteró (y no se enterará, salvo que lea esto). 

Del Mundial participaron autores de Argentina, Italia, España, Cuba, México, Uruguay y Venezuela. El jurado, integrado por Ana Villareal, de Argentina, Nathalie Grumbach, de Francia y Uruguay, Tubal Paéz, de Cuba, y Guillermo Torres Gaona, de Chile, ha seleccionado a mi obra como merecedora del cuarto puesto, por lo que tres cuentos serán parte de la antología de ganadores y cuatro de mis textos fueron publicados en el Blog del certamen .

La dinámica del certamen se sostuvo en un gesto lúdico, generado a partir de frases disparadoras[1]. Durante cada día que hubo disputas de partidos en la Copa Mundial Qatar 2022, llegaba por mail una palabra/frase para uso obligatorio dentro de un cuento. El periodo de tiempo de la consigna comenzaba alrededor de las 00:30, cuando llegaba el mail, y debía responderse con el cuento terminado antes de las 23:59 del mismo día. A su vez, existía una regla que establecía un mínimo de 1500 caracteres con espacios y un máximo de 4500. Todo un desafío que funcionaba como contraine oulipiana o como valla y trampolín, como propone Maite Alvarado.

En algunos momentos la escritura fluyó; en otros, las restricciones generaban dudas. Además, muchas de las frases obligatorias tenían una peligrosa cercanía con lugares comunes. Por ejemplo, tortuga con “se te escapó la tortuga”, de Maradona, ¿De qué planeta viniste?, justamente con el propio Diego y Víctor Hugo Morales, Hasta la victoria siempre con el Che Guevara. Frente a estas posibilidades, intenté desviarme del lugar común cada una de las veces, pero sin dejar de tener referencias no sólo endofóricas, sino, además, exofóricas. En algún punto, hablar de Maradona, Messi o Riquelme es inexorable si hablamos de un jugador número diez.

Fue una experiencia con perfume de la canchita de mi barrio, de los peldaños del viejo Francisco Urbano, con el latido de la Bombonera que se mueve como mi escritura.

 


[1] Por orden cronológico: Botines, Sombras, Petróleo, Puño, México, Batalla, Zurdo, Tortuga, ¿De qué planeta viniste?, Hasta la victoria siempre, Frotando la lámpara, Los de afuera son de palo, Quince minutos, A llorar a la iglesia, El asesinato del juez de línea, Figurita difícil, Cristiano, Naranjas, Inglaterra, Perdidos en Bangladesh, Brasil, Mundial 2122 y El fin del mundo.