Lo que el rayo le hace a la noche

Todas las esquinas del mundo se parecen como todas las noches. Se parecen, sí. Aunque ninguna esquina es igual a otra. Aunque ninguna noche es igual a otra. Todas las esquinas son personales para quienes nunca terminaron de cruzar por ellas, todas las noches, también. Para quienes vivieron algo trascendental en ellas, las esquinas no se doblan, las noches no amanecen. Todas las esquinas, al fin de cuentas, son otra, la que ya vivimos, la que ya no se ve. Hay esquinas de ochavas completas, de ochavas cortadas. Hay luces que golpean sus muros y, por entre la oscuridad, dibujan monstruos. Hay focos que se han quemado y el único monstruo que vuelve es tu nombre. Tu nombre que nadie dice, invisible desde hace años. Tu nombre impalpable como el recuerdo de tu nombre. Como un camino que nos lleva de vuelta a esa esquina, a esa noche. Y hay otras esquinas para otros; esquinas que son una imagen en la memoria de quien ya no seremos nunca más. Esquinas con las manos llenas de otras manos. Esquinas de luna nueva, con la sombra jugando a las escondidas. Y hay nunca más que se dicen en esquinas que intentamos olvidar rápido, con la velocidad de una frase que no se continúa, se corta. Hay esquinas donde vieron nuestras manos unidas. Y parecían tan lindas. Hay esquinas donde, abuelo, me abrazabas sin despedida. Y el abrazo parecía tan hermoso. Esa esquina, una esquina entre todas que no se parece a ninguna. En sus paredes no toca la luz. No hay luces no limpien la memoria. Todo aún hoy allí es oscuridad, no penumbra. Esa esquina era tu casa, abuelo. Esa esquina era la pared. Detrás de la pared, la historia. Detrás de la historia, el secreto. Nunca lo había contado, pero hoy pasé por la esquina, el paredón parecía que seguía siendo levantado por el albañil, cuando en verdad ya estaba arriba y viejo. Sin embargo, la pared se me vino encima en la mirada. La pared me hizo un nudo en los ojos que veían lo que no estaba. Esa pared había sido en mi voz la voz, silencio. Los ladrillos de esa pared eran como cada día desde que me fui, cada ladrillo un día, cada día un poco más duro. Pero todo lo que se levanta, cae. Y ahora la pared estaba cayendo desde mi boca. Ya no puedo andar sin decirlo. Todos los caminos vuelven a esa esquina. Y ya no quiero volver. Necesito volver a irme. Volver e irme. Decir que aquella tarde levantaba la pared el albañil que contrataste; que aquella tarde jugaba en el patio mientras vos cocinabas un guiso de arroz en la olla; que de aquella tarde de la que se me borra casi todo, menos lo que pasó. Estabas adentro. Yo afuera. El albañil media cuánto debería subir la línea para apoyar otro ladrillo. Y lo subía. Yo iba y venía de adentro para afuera. Vos revolvías la olla, el cucharón de metal raspaba el fondo. Tenías las manos sucias de ayudar al albañil. Yo corría entre una nube de cemento. Hacía castillos de arena que no pude ver. El albañil levantaba esta pared sin saber que estaba levantando en mí el dolor. La cortina de paja no se movía. La voz del viento no movió mi nombre. La pared se levantó enfrente del sol y nunca supe si fue el sol que se fue o la pared que se lo llevó. Se llevó de mí una flor de papel sobre la que me deshojé. El albañil terminó la pared. Vos serviste la comida. Nos sentamos a comer sin lavarnos. El sol se fue. La luz, de repente, también. Un destello desde lejos retumbó en el suelo y todo fue oscuridad, luego tinieblas. Las teclas no encendían nada. La heladera se detuvo como se detendría el tiempo. Quedé ahí, en esa esquina, siempre. Hoy es siempre, todavía. Dijiste, abuelo, que ahí venías y saliste. El albañil dijo que se tenía que ir y salió. Sus pasos se fueron hasta la puerta. No volvían. Salí a buscarlos, tanteando las paredes. El viento ahora pegaba en las persianas. La cortina de paja me pegó en la cara. Comencé a frotarme los ojos hasta que lloré. Me ardía la vista, mientras se me hacía un arroyo salado que terminaba en mi boca. Me tocaste, abuelo. Aún siento tus manos cuando abrí el portón y las apoyaste, sucias, en mi cara. Me tocaste las lágrimas y me diste besos en cada una. No dejaba de llorar. No dejo. Me abrazaste fuerte y la noche se hizo más oscura. No sé si estaba entre tus brazos o estaba contra tu pecho. La pared soltaba su olor a cemento y nosotros también lo teníamos. Me tiraste contra la pared y apretaste mis manos. Se me hizo una pared en la boca. No hice ruido. No dije nada. Hiciste conmigo lo que el rayo hace a la noche. Apenas las cosas recuperaron su contorno, escapé. Me escondí en las esquinas donde nadie sabe nuestros nombres. Ahora lo entiendo, abuelo, porque sólo en esta esquina veo mis manos, al fin abiertas, sueltas, vacías.

Eduardo Vardé