La noche no arropa los sueños de quien no tiene deseos de soñar. No se puede hacer nada con el corazón de quien no desea. Es una máquina el humano que vive sin vivir. Por eso, Wallace sabía que la única apuesta segura, aunque ácida, era que de la vida nadie saldrá vivo. Entre la fecundación y la podredumbre, apenas lo vivido, que no es lo mismo que la memoria de las olas, de los momentos, si esos momentos para él no valían nada, aunque Helen lo mirara, aún enamorada, desde el otro lado de la mesa o de la tumba. Tal vez alguna palabra nos explique por qué la muerte o la poesía nos despojan de las cosas que no son importantes. Pero no hay ninguna, nada, en la carta que dejó Wallace, que nos afirmara que había patentado la vida, que había ganado su apuesta. La última vez que soñó, tampoco supo decirle la verdad a su esposa: se quería ir. Helen, había dado el sí con el corazón, aunque el tiempo había vestido el recuerdo de esa mañana en un trámite, como se firman las patentes de los experimentos consumados; un trámite, más que un experimento. El amor puede ser la mezcla de dos componentes químicos sobre los que nadie puede afirmar la proporción. Helen y Wallace trabajaron juntos desde antes y llegaron juntos hasta el final y un rato más. Una mañana, ella aceptó acompañarlo al laboratorio para conocer los proyectos que él había imaginado en un sueño, pero que no conseguía manifestarlos. Esa noche, cuando aún no había sí, ni en un beso, ni en una cama, soñaron juntos aunque a la distancia. Ante la madrugada, antes de entrar en la fábrica, Helen lo interceptó frente al portón y comenzó a contarle lo soñado. Wallace la oía con atención bajo el cartel donde el hierro dibujaba un DuPont. Sólo la interrumpió para decirle que él también había visto una remera a la que el cuello se le había abierto, roto o descosido. Ella confirmó el tamaño del tajo haciendo una medida con los dedos. Wallace le tomó la mano y repitió "yes" tres veces. Luego agregó que había presenciado que un muchacho le entregaba la remera a otro. Él dijo que era de un color azul, pero no oscuro, sino como el de la bandera "France". Y ella agregó con otro color. Wallace asintió, mientras los ojos se empañaron como se le había empañado al muchacho que en el sueño aceptaba la remera y se la ponía. Helen sonrió mientras se marcaba una franja a la mitad. Wallace sacudió la cabeza siete veces. Ambos dijeron "Yellow" pasando la mano por el pecho. "Yes", "Yes". Helen continuó su relato, describió cada espacio de la habitación y el almanaque que estaba en castellano y decía 1999. Wallace quería explicarle que había visto una palabra sobre la franja amarilla. Helen también. Ninguno supo cómo ponerlo en palabras. Se acercaron a la garita de seguridad y le dijeron "hello" al guardia. Este le respondió con aire tosco. Para ablandarlo, ella sonrió y preguntó su nombre. "Henry", respondió y no dijo más. Wallace pidió si le prestaba una hoja. El guardia arrancó una del final de un cuaderno, donde tenía escrito "Edward 10". Wallace apoyó la hoja en la espalda de Helen y escribió lo que había visto. Cuando ella vio que decía "Quilmes", supo que algo extraño estaba sucediendo. No podía comprender cómo había visto lo mismo en un mismo sueño, soñado en dos sitios y por dos personas diferentes. Y además, el hecho de que el guarda y el nombre escrito en la última hoja de ese cuaderno fueran los mismos que los de los sujetos que habían soñado, pero traducidos al inglés. El 10 estaba estampado en la parte de atrás de la remera, blanco y tan grande que se podría ver desde una tribuna. Wallace se tocó el cuello y la camisa en la zona que había visto el tajo en la remera del suelo. Sintió que tocaba un hilo de plástico, el hilo por el que estuvo trabajando durante años sin poder conseguirlo. Helen le tomó la mano. Wallace había hecho un hilo de sudor que se le estiraba desde el cuello. Helen le dijo algo, al oído, para que Henry no oyera. Ahora tenían las manos apretadas como las bocas juntas. Se despegaron y entraron a la fábrica. Una semana después, la patente del Nylon estaba lista. Luego vendrían las medias, las remeras, la muerte de la hermana de Wallace y el nacimiento de Jane. Vendría antes la boda, el malestar, la habitación del hotel donde, ya sin deseos de soñar nada más, el cianuro tuvo sabor a limón cuando Wallace buscaba un punto final que nunca será puesto del todo. En 1999, un muchacho que no sabía de la existencia de Wallace, le regaló a su mejor amigo una camiseta de su club: "nunca tuve una camiseta de Boca", le dijo Eduardo a Enrique. Luego, la vida puso las cosas en otras bolsas. Eduardo se mudó y Enrique dejó de verlo. La camiseta, rota del todo, fue a parar a una bolsa. Esa bolsa, a la basura. Esa basura, a un camión que descargó su interior en un barco. Ese barco fue al norte, donde una gaviota rompió la bolsa y levantó de la cubierta un trapo azul y amarillo que ahora está flotando, más eterno que la memoria, frente a la costa de Wilmintong donde alguna vez Helen Swettman, junto a Jane, arrojaron las cenizas de su marido, de su padre, Wallace Hume Carothers.