Los platos rotos

En el trabajo hay un impostor. No es una hipótesis, es pura verdad, la verdad. Uno de los míos es un impostor y voy a descubrir quién. Todavía no logro reconocer cuál de todos es el falso, quién fue el que me entregó. Pero lo descubriré y habrá consecuencias. Tomaré la justa venganza, lo romperé todo. No sé si buscaré que lo echen o tomaré otras cartas en el asunto. Pero juro, por la luz de la notebook que me alumbra, que no dejaré que pase la que me hizo sin darle su merecido. Quiero partirle la cara. Primero tengo que descubrir a cuál. Manga de hipócritas que me miraban de frente y sonreían cuando sonreía. Es irreal tanta falsedad en esas voces impostadas, impostoras. Son de lo peor. Ayer, recibí la sanción. Ahora, no solo nos va a faltar para comer, sino que dudo de poder pagar el alquiler, mantener esta casa. Una decepción. Y si de algo no se vuelve es de la traición. Apenas vi el correo, sentí la boca crujiente, seca y ni un vaso de agua tenía sobre la mesa. Era algo inverosímil que alguno de los míos me delatara por algo que hacíamos todos juntos. Pero así fue. Uno abrió el hocico y fui yo quien cayó en la volteada. Yo solo. A ellos, nada. Ni un mail, ni un correctivo, ni un apercibimiento. Todo lo malo para mí, sólo para mí. Mientras leía las cuatro líneas del correo el aire se me tapó en la garganta. Nadie, de todas las voces que siempre oía, dijo nada, nadie, ni yo. Los ojos empaparon el mail, los contornos de la notebook se volvieron difusos, las manos vibraban como el celular cuando sonó. No atendí. No quería oír a nadie más. Ya sabía qué me iba a decir mi jefe. Levanto la vista pero la madrugada aún late en el ambiente. ¿Cuántas horas habré estado llorando frente a la pantalla, sin levantarme? Ninguno de los míos vino a decirme nada. Ninguno manifestó empatía, ni enojo, ni frustración; tampoco victoria. Entre todos nosotros, había un impostor. Nadie lo sabe. Me dejaron solo. Si nadie dijo nada, son todos cómplices. Estoy enojado con los míos. Ya ni sé si debo seguir llamándolos así. Ya no son míos los que me traicionan. Dios, si podés oírme, decime cuál de todos fue así lo rompo todo y lo mando con vos. Recuerdo que uno de había dicho: "te acompaño, pero no deberías hacerlo". Seguro fue ese el que me buchoneó. O puede haber sido la que susurraba: "pará, Marcelo, no podés estar todo el día con eso". Sin embargo, cuando lo hacíamos, no había nadie que dijera nada, que se opusiera. Todos consentían. Todos disfrutaban. Y ahora me toca a mí pagar los platos rotos, hacerme cargo, como líder que era, de lo que nos afectaba a todos. No es justo. Justa va a ser la venganza. Había una voz que nos alentaba a hacerlo, era la primera en querer, en pedirlo. Yo, sin mirarla a la cara, bajaba la cabeza como quien dice sí, y dejaba que todo pasara frente a nuestros ojos. Nunca lo hablé fuera del trabajo porque hay cosas que deben quedar en lo privado. Lo que pasa frente a la notebook, queda frente a la notebook. Pero estoy seguro de que alguno de estos fue, me cagó y no quiere dar la cara. No tengo fuerzas ni para levantarme de la silla, cruzar hasta la hornalla y hacerme el té. La llave en la puerta parecía moverse. Sólo quiero saber quién fue el que me delató. Junto la bronca y me levanto. La silla de la cocina raspa el suelo. Bajo la tapa de la notebook, porque, aunque sea la hora de conectarme, no tengo acceso a la cuenta del trabajo. Maldita suspensión. Maldito impostor el que ahora, en el baño, me mira a la cara y se sorprende de verme. Me muevo a la derecha. Se mueve a su izquierda. Me vuelvo al centro. Me copia el movimiento. Es él. Lo encontré o se me entregó. Tiene el mismo odio que yo en los ojos. Se me ríe en la cara cuando descubro que me río porque sé que es él. Con un solo cabezazo hago justicia. Le rompo la cabeza en mil pedacitos que caen al suelo junto a mí. Mil pedacitos desde donde escucho que vuelve a hablarme los míos, mientras sigo solo.