Conocí a un hombre en las redes. Un hombre que tiene mi nombre: Eduardo. Un hombre que tiene casi mi apellido. Yo sería la versión francesa: Vardé. Él, la sueca: Vardheren. Ni yo soy francés, ni él sueco. A ese hombre le gustan los libros, como a mí. A ese hombre le gustan los poemas, como a mí. Ese hombre es un hombre que no soy haciendo lo que amo ser: lector y, a veces, escritor. Eduardo Vardé. Eduardo Vardheren. Sin embargo, ese hombre disfruta de cosas que este yo no. A Vardheren le gusta hacer fanzines. Le gusta, además, la horrible compañía de un stand de feria. Le gusta socializar. A mí no. A mí, Vardé, dejame solo. Yo perdí amigos por la poesía. Yo destrocé amores en honor al poema. Yo me he peleado por un verso como dos borrachos se trompean por un beso. Yo discuto por una cacofonía, por una palabra, por una frase que acabo dejando como me da la gana. Yo perdí familia por la poesía. Yo me perdí por la poesía. La poesía me lo quitó todo. Pero también me lo ha dado y a nadie le importa. Entonces, veo que este hombre que tiene mi nombre que no soy yo disfruta de lo que yo y disfruta de lo que yo no. Me dan ganas de ir hasta México sólo para abrazarlo y decirle: “Vardheren, sueco querido, quiero para vos lo que no logré para mí”. Después, comprarle un fanzine y un libro, pedirle que los firme mientras comemos unos tacos; y leerlos, tranquilo, despacio, dentro de la soledad del regreso. Sí, solo, para que no me escuche criticarlo como si fuera yo.