Modo nocturno

MODO NOCTURNO 

Escribir, decidirse a escribir un poema, un poema a lo largo de días, cualidad, pacto, ha de parecerse a la antigua posibilidad curativa -curativa a fuerza de narrativa- de los almanaques de nuestra infancia, leerlos en voz alta podía salvarnos del más temible de los males, la descreencia.
Arnaldo Calveyra

Todo es oscuridad.
En la habitación. 
Una cortina plástica, gruesa, con un nombre inglés que no sé pronunciar divide en dos los espacios. 
Afuera. 
Adentro. 
Afuera de la casa.
Adentro de la casa.
Afuera están los gatos. 
Adentro, el perro. 
Afuera, el aguaribay y el jacarandá. 
Adentro, los platos que ninguno quiso lavar. 
Siento ganas de un grito. De largar una A vestida de aire.
Lo pienso.
Abro la boca y arrugo la cara.
Aprieto las cuerdas vocales para no molestar.
Acabo en un bostezo.
La cama está a oscuras. 
El foco del patio se quemó anteanoche.
Olvidé reemplazarlo. 
Todo, todo es oscuridad.
Los pliegues de las sábanas no producen sombra.
Algo de penumbra había dado el 24 del aire.
Se apagó. 
El perro giró sobre sí mismo y aprovechó el espacio que no ocupo con mis piernas. 
Ahora tiene las cuatro patas hacia el techo. 
No lo veo, pero se siente. 
Respira tranquilo. Como mi pareja hace a mi lado. 
Siento el aire que exhala volver hacia la cama después de chocar contra el placard. 
Escucho la voz nocturna de la vida. 
No puedo dormir.
Estiro la mano hasta la mesa de luz. Tanteo los papeles, el libro. No sé qué dicen. Ya no recuerdo.
Siento deseos de encender el celular. Revisar si alguien me recuerda. O al menos si alguien me escribió para pedirme un favor.
No lo encuentro.
Algo tiro. 
La cama se mueve con el movimiento de mi pareja. 
El perro sigue en su sueño.
Los gatos deben estar en otro patio. 
El silencio no existe, me digo en silencio.
Apoyo la punta de los dedos en la manija de la mesita. 
No tiro, empujo. 
Logro abrirla sin demasiado ruido.
La dejo así con la esperanza de mañana recordarlo. Sino mi pierna la saludará en mi honor. 
Me duele el golpe que no sé si me voy a dar.
Meto la mano. No hay monstruos que muerdan.
Hago movimientos lentos, breves, secuenciados para no despertar a mi pareja. 
Para que el perro no ladre.
Toco las cosas: el alambre era de un juego; el cable, del celular de un amigo muerto; el plástico, de una tarjeta que había evitado activar. Recordé que las deudas descontroladas ahogan.
Hoy no le debo a nadie.
Nada.
A nadie.
Llevo la mano al fondo.
Lo encuentro. 
Lo saco.
Lo enciendo.
Los led se activan. 
La tinta electrónica apenas reduce el brillo.
Siento que todos se van a despertar.
Que el perro va a saltar y va a correr hasta mí.
Que mi pareja va a saltar y me va a preguntar qué pasa.
Que la cortina de plástico se va a derretir encima de nosotros.
Que los gatos van a correr y van a tirar las macetas del aguaribay y del jacarandá.
Que el viento va a desordenar las chapas del vecino.
Que nuestra ventana va a comenzar a temblar. 
Nada pasa.
Nada.
Froto la parte superior del lector.
Toco el ícono Modo Nocturno.
La tinta digital ocupa toda la pantalla, salvo donde el vacío se vuelve letras.
Acomodo la espalda contra el respaldo.
Pienso que esas palabras se parecen.
No me dejo divagar.
Miro los huequitos de la tinta.
Dice: “La noche tiene un rincón destinado para los que temen a la noche”.
Se parece a algo. 
No me acuerdo a qué.
La penumbra se estira encima de mí.
Estoy quieto.
No hago más ruido que respirar.
Al menos, no estoy roncando; pienso y sonrío.
Nadie se puede quejar de que me mantengo vivo.
Aunque en este mundo cualquier cosa es posible.
Toco la pantalla para que avance la página. 
La uña golpea el acrílico. 
Suena.
No es una música.
Sino un golpe… ¿Pequeño, breve, sutil?
Cambio de dedo.
No tiene ritmo para ser una música.
Elijo uno casi sin uña.
Me da miedo que el borde comido raspe la pantalla.
¿Debería haberle comprado un protector?
Al menos no suena.
Me froto la cara con esa uña para sentir cuánto puede raspar.
Parece una boca de viejo a la que le faltan algunos dientes.
En la otra mano, el Kindle.
¡Qué buena inversión hice!
Cara, pero buena.
Ya la compensé.
¡Pirata!
Toco la flecha que cierra el libro.
Me muestra la biblioteca.
Todos los libros por la mitad. O menos.
No se ven, pero en el final están los que leí.
Debería haberlos borrado.
Para hacer espacio. 
Me cuesta hacerlo.
Me apena.
Son mis libros.
No sólo mis libros, son mis libros leídos.
Suspiro involuntario.
Siento que el perro se mueve.
Siento que después mi pareja se mueve.
Debería volver a estudiar gramática.
Para entenderme.
Pienso con las palabras desordenadas.
Elijo el libro de un amigo.
Leo un poco sin demasiado entusiasmo.
Llego a una parte donde un personaje quiere cruzar y otro se lo impide.
Dicen:  
-Dejame pasar.
-No pasa nada.
-¿Me estás diciendo nada?
-Vos no sos nada, sos todo.
Y se ríen.
Si escribiera algo así me dirían inverosímil.
Qué tiene esta noche que no me deja dormir.
Cambio el libro.
Tengo la sensación de que paso historias de Instagram.
Pero son libros.
Narraciones.
Me doy cuenta de que, en digital, no tengo libros de poesía.
En digital.
Por qué.
No sé.
Abro un libro de ensayo.
Qué buena palabra para nombrar a un género.
Un chino que estudió en Alemania dice que Freud y Heidegger dijeron cosas que no escribieron.
Bueno, todos decimos cosas que no escribimos. 
Y escribimos cosas que ni pensamos.
Me dan ganas de escribir. 
El celular haría demasiada luz.
Tengo miedo de despertarlos.
Trato de retener la idea: un cuento.
Que no sea tan largo como para cansar.
Que no sea tan corto como para sólo inferir.
Que narre.
Justo de eso escribió Han: Ya no hay narración.
El cuento comenzaría en alguien que lee en modo nocturno.
Luego dejaría el libro y tomaría el celular.
(El móvil, para la gente de otros lugares, pienso.
Siempre quise escribir eso.)
El protagonista no podría hacer ruido porque alguien duerme a su lado.
Le da miedo que se despierte.
Lo que en verdad le da miedo es discutir porque en su insomnio hizo algo más que mirar el techo.
No va a escribir sobre las formas de la humedad.
Le da miedo el miedo.
Va a agarrar el celular y va a escribir un cuento sobre las historias de Instagram.
Cada una sería una microficción.
Un relato enmarcado.
Un juego de contrastes.
Luces.
Penumbra.
Oscuridad.
Con una idea general tras un dato omitido. 
Vargas Llosa tenía un texto sobre eso.
No va a saber del todo qué pasa.
Piglia escribió sobre el narrador débil.
Sería buen cuento, supongo.
Cuando pienso, recuerdo.
El chino Han debería estar orgulloso de mí: aún en crisis puedo narrar.
Han, Piglia, Vargas Llosa. 
Me llevan hacia el pasado.
Ahora es un pasado presente.
No una evocación.
Abro el recuerdo de mi primer maestro: Tenés que leer Murakami.
Siento acá su voz. Única.
Me toco y un ruido se me escapa.
Ese libro lo descargué pero me asusta leerlo.
Enfrentarse a un maestro es un parricidio.
Es necesario.
Abrí el recuerdo.
Abro también el libro. 6%
Las páginas no se miden en páginas. 
Conozco gente que cambiaría el tamaño de la letra para publicar que leyó más de lo que en verdad hizo.
En la novela, el personaje espera a una mujer.
Es un bar.
La mujer debería reconocerlo por su corbata a lunares.
No la encontró. A la corbata.
La mujer lo encontró. A él.
No retengo su nombre. Es japonés. El de ella sí: Malta. 
Los nombres latinos se me pegan por la sangre.
Otro se me pegan por el vicio de la repetición.
Releo la página porque algo me suena raro. 
Raro no, precoz.
Me pregunto qué habrá querido que viera Alberto cuando me recomendó esta porquería.
Repite “mujer” tres veces en un párrafo. Me hago el boludo y argumento que lo hace porque la mira deseoso. 
Eso no sucede.
En el corazón de la noche me encuentro leyendo una novela que no me gusta.
¿Es un fetiche pedir el Nobel para este tipo?
No sé hasta dónde los premios importan.
No sé.
O sé menos que Sócrates.
Pienso con la misma cacofonía del párrafo: bebí, pedí, oí.
¿En serio?
Me acuerdo de algo que me dijeron que había dicho Borges. 
Pero no me acuerdo literalmente.
Era algo de que la novela era una cosa…
Borges no diría “cosa”.
El hecho es que el lenguaje de la novela permitía hacer estos gestos.
Pero el cuento no.
Las novelas que más me gustan son las que trabajan el lenguaje como un cuento.
¿Por qué estas frases se me ocurren cuando nadie me oye?
Salgo de Murakami por honor a Borges.
Dos fracasados, susurro y sonrío.
Me siento más afuera de casa que los gatos.
Perdido como el gato de la novela.
Cierro el Kindle.
Me echo entre el perro y mi pareja.
Me tapo lento.
Me da miedo haber hecho algo de ruido.
Fracasados, ja.
Todo es oscuridad.

30/01/2023